sábado, 12 de marzo de 2011

La Tortuga

En el jardín de la plaza hay una tortuga. El animalillo se mueve entre los jacintos y los rosales y se paga su tranquilidad aguantando las chirigotas de mayores y pequeños.

Hasta hace poco yo fui uno más de a los que a ella daba pie para contar el chiste de la tortilla de patatas. Todo cambió desde el instante en que pude seguir la actitud del animal durante cierta encrucijada dolorosa de su vida. Ahora, ya, lo que hago es sentarme en el banco que hay junto a los arriates y seguir serenamente, con la mirada el lento deambular de la tortuguilla.



Sucedió que una tarde alguien vino a observar con ironía un cierto y más pausado caminar del animalillo: "es que, claro, le habrán puesto puesto una multa por exceso de velocidad”. De hecho, lo que me llamó la atención, fue su evidencia de fatiga. Los pasos los daba penosamente, casi a rastras, tirando del caparazón como el viejo maletero al que cargan con el “mundo” descomunal de un viajante.


Pasaron los días y la angustia de la tortuguita siguió en aumento. Recuerdo que una mañana al cruzar, no pude evitar un cierto presagio de muerte, y cuando el otro día, al ir a la oficina, vi tirado su caparazón, pensé que ya sí que se nos habían acabado las chirigotas. Lo que me extrañaba, no obstante, era ver sola la áspera envoltura del animal. ¿Qué ocurría con el resto y dónde estaba? Llamé al municipal y entre los dos ojeamos por el césped y los tamarindos, hasta que, inesperadamente la vimos, leve, ligera, casi exultante, sin la angustia de los tercos y duros semicírculos que la envolvieron.


A la noche, he de confesarlo, me desvelé con el enigma de aquel suceso, hasta que al fin pude golpear en la frente con la sorpresa de un “eureka”. Lo que había ocurrido, sencillamente no era, ni más ni menos, que el final de una situación de crecimiento. Lógicamente, los tejidos del cuerpo del animal habían seguido sus fases de desarrollo, lo que no podía ocurrir con la densa estructura del caparazón. Aquello que un día fue creado para defensa vital se convertía de pronto en el preludio de una sepultura.



Con los pulmones oprimidos, el animal se desenvolvía con una sensación de salchicha emparedada. De aquí que anduviese a cámara lenta, provocando una risa que a mí se me quedó helada cuando pude acusar la gloria del instinto. Debió sufrir terriblemente, pero en su dolor y en su esfuerzo latía la promesa de las tardes al sol, acariciada por el viento y el perfume de las acacias. Como la vida exigía una fianza de dolor, los músculos del animal se dieron una cita extrema. El esfuerzo debió de ser terrible. Contraídos los músculos, soportando sobre la piel la crueldad de las aristas, todo el organismo enfiló el orificio del cuello hasta coronar la victoria de la libertad.



Yo sé que ahora la tortuguita habrá de entrar en esa nueva fase de construirse otro caparazón a medida de su madurez, pero el trabajo ha de tener ese claro signo de holgura y cielo ancho que supo comprar con el oro de su dolor. Tortuguita, tortuguita: a los hombres nos viene bien pasar y repasar sobre las cosas a la luz del mediodía de tu superación.


Un día, el correo nos trae la credencial de un puesto de trabajo que mete en el horizonte la llave del destino seguro. La primera mañana que fichamos se nos queda en el “ticket” una estampilla de felicidad. Pero somos así, y la rutina, la ambición, el egoísmo o la envidia empiezan a montarnos sobre la nariz los negros cristales del resentimiento y la inconformidad. La coletilla viciosa del jefe en la conversación, el “rímel” que no encubre la madurez de la “taqui”, la reventa de tabaco del botones o los timbrazos del panadero son las capas de ese algodón subjetivo que cada cual se hace para arroparse el corazón. (Beato Manuel Lozano Garrido “Lolo”)