NUESTROS SANTOS

 FRAY LEOPOLDO DE ALPANDEIRE

Nació en Alpandeire (Málaga), el 24 de junio de 1864. Siendo ya de edad adulta vistió el hábito de los Hermanos Menores Capuchinos. Por espacio de medio siglo vivió en Granada pidiendo la limosna para su convento y para los pobres y para las misiones, mientras distribuía, al mismo tiempo, la ayuda espiritual del consuelo, consejo y buen ejemplo de una vida austera y pura. Rezaba con extraordinaria fe y devoción la oración de las tres Ave-Marías por todos los que se lo pedían o acudían a él. Después de una larga enfermedad, en la que resplandecieron, aún más, sus virtudes, murió en Granada a 9 de febrero de 1956. Fue beatificado en Granada, el día 12 de septiembre de 2010 por el cardenal delegado del papa Benedicto XVI.

 

Dios Padre misericordioso,
que has llamado al beato Leopoldo a seguir las huellas de tu Hijo Jesucristo por la senda de la humildad, pobreza y amor a la cruz, concédenos imitar sus virtudes para participar junto a él en el banquete del reino de los cielos. Por nuestro Señor Jesucristo. Amén

SAN PÍO DE PIETRECINA


Pío en el siglo Francisco Forgione, nació en Pietrelcina en Italia en el año de gracia de 1887. Ingresó en la Orden de Hermanos Menores Capuchinos en 1903, y fue ordenado sacerdote en 1910, en la catedral de Benevento. El 28 de julio de 1916 llegó a San Giovanni Rotondo, en las estribaciones del monte Gárgano, donde salvo pocas y breves interrupciones, permaneció hasta su muerte. La mañana del 20 de septiembre de 1918, orando ante el Crucifijo del coro de la vieja iglesia conventual, recibió el don de los estigmas, que durante medio siglo permanecieron abiertos y sangrantes. Durante su vida desarrolló su ministerio sacerdotal, fundó los “grupos de oración” y un moderno hospital, al que dio nombre de “Casa alivio del sufrimiento”. Murió el 23 de septiembre de 1968. Juan Pablo II lo beatificó el 2 de mayo de 1999 y lo canonizó el 17 de junio de 2002. En una de sus cartas describe así el momento en que recibió los estigmas:

Por obediencia me decido a manifestarle lo que sucedió en mí desde el día cinco por la tarde, y se prolongó durante todo el seis del corriente mes de agosto.
No soy capaz de decirle exactamente lo que pasó a lo largo de este tiempo de superlativo martirio. Me hallaba confesando a nuestros seráficos la tarde del cinco, cuando de repente me llené de un espantoso terror ante la visión de un personaje celeste que se me presenta ante los ojos de la mente. Tenía en la mano una especie de dardo, semejante a una larguísima lanza de hierro con una punta muy afilada y parecía como si desea punta saliese fuego. Ver esto y observar que aquel personaje arrojaba con toda violencia el dardo sobre mi alma fue todo uno. A duras penas exhalé un gemido, me parecía morir. Le dije al seráfico que se marchase, porque me sentía mal y no me encontraba con fuerzas para continuar.
Este martirio duró sin interrupción hasta la mañana del día siete. No sabría decir cuánto sufrí en este período tan luctuoso. Sentía también las entrañas como arrancadas y desgarradas por aquel instrumento, mientras todo quedaba sometido a hierro y fuego.
Y ¿qué decirle con respecto a lo que me pregunta sobre cómo sucedió mi crucifixión? ¡Qué confusión y humillación experimento, Dios mío, al tener que manifestar lo que tú has obrado en esta tu mezquina criatura!
Estaba la mañana del veinte del pasado mes de septiembre en el coro, después de la celebración de la santa misa, cuando sentí una sensación de descanso, semejante a un dulce sueño. Todos los sentidos internos y externos, e incluso las facultades del alma se encontraban en una quietud indescriptible. Entre tanto se hizo un silencio total en torno a mí y dentro de mí; siguió luego una gran paz y abandono en la más completa privación de todo, como un descanso dentro de la propia rutina. Todo esto sucedió con la velocidad de un rayo.
Y mientras sucedía todo esto, me encontré delante de un misterioso personaje, semejante al que había visto la tarde del cinco de agosto, del que se diferenciaba solamente en que tenía las manos y los pies y el costado manando sangre. Sólo su visión me aterrorizó; no sabría expresar lo que sentí en aquel momento. Creí morir, y habría muerto si el Señor no hubiera intervenido para sostener mi corazón, que latía como si quisiera salirse del pecho. La visión del personaje desapareció y yo me encontré con las manos, los pies y el costado traspasados y manando sangre. Imaginad qué desgarro estoy experimentando continuamente casi todos los días: la herida del corazón mana sangre incesantemente, sobre todo desde el jueves por la tarde hasta el sábado.
Padre mío yo muero de dolor por el desgarro y la consiguiente confusión que sufro en lo más íntimo del corazón. Temo morir desangrado, si el Señor no escucha mis gemidos y retira de mí este peso. ¿Me concederá esta gracia Jesús, que es tan bueno?¿Me quitará esta confusión que experimento por estas señales externas? Alzaré mi voz a él sin cesar, para que por su misericordia retire de mí la aflicción, pero no el desgarro, ni el dolor, porque lo veo imposible y yo deseo embriagarme de dolor, sino estas señales externas que son para mí e una confusión y humillación indescriptible e insostenible.
El personaje del que quería hablarle en mi anterior, no es otro que el mismo del que hablé en otra carta mía y que vi el cinco de agosto. Él continúa su actividad sin parar, con gran desgarro del alma. Siento en mi interior como un continuo rumor, como el de una cascada, que está siembre echando sangre.
¡Dios mío! Es justo castigo y recto tu juicio, pero trátame al fin con misericordia. Señor –te diré siempre con tu profeta – Señor, no me corrijas con ira, no me castigues con cólera.
Padre mío, ahora que conoces mi interioridad, no desdeñes en hacer llegar hasta mí una palabra de consuelo, en medio de tan feroz y dura amargura."

 
SAN BERNARDO DE CORLEONE

Nació en Corleone, Sicilia en 1605. Fue bravucón y violento en su juventud. Cambió de vida e ingresó entre los capuchinos en 1632. Se entregó por entero a Dios, empeñándose en asemejarse a Cristo crucificado por su caridad heroica y por los frutos propios de su conversión. Murió en 1667. Su fiesta se celebra el 12 de enero.
Filippo Latini era el nombre de pila de nuestro santo, nació en Corleone (Sicilia, Italia), el 6 de febrero de 1605. Al igual que su padre Leonardo, de joven ejerció el oficio de zapatero. Su casa era conocida como "la casa de los santos", porque tanto sus padres como sus hermanos eran muy caritativos y virtuosos, al grado que cuando encontraban algún pobre andrajoso, le llevaban a casa para lavarlo, darle vestidos limpios y comida.
 
Sin embargo, Filippo tenía un carácter muy fuerte. No cabe duda que Corleone estaba dentro de las ciudades sicilianas con una tradición de ferocidad. El escudo de la ciudad, un león que desgarra un corazón, es muy emblemático y denso de significados. Que Filippo se encendía como un fósforo, si lo provocaban, no era un secreto en Corleone.


En cierta ocasión, tuvo un enfrentamiento con otro joven; después de las palabras pasaron a las manos: ambos desenfundaron la espada y, tras un breve duelo, el otro quedó herido en dos dedos de la mano. Filippo pidió perdón al herido y, aun después de ser capuchino, le ayudó económicamente, a través de los
bienhechores, y moralmente, convirtiéndose en íntimos amigos.
En la soledad y en la meditación reflexionó largamente sobre el delito cometido y sobre toda su vida, desperdiciada, inútil y disipada, odiosa a los demás y dañina para su alma, lo más precioso que el hombre posee. Se arrepintió, invocó el perdón de Dios y de los hombres e hizo áspera penitencia. Para reparar sus pecados, con vestidos de penitente decidió tomar el hábito de los Hermanos Menores Capuchinos. Abandonó Corleone, que le recordaba su pasado, y llamó a la puerta del convento de Caltanissetta, en Sicilia, donde fue admitido y tomó el nombre de Bernardo.

Como laico profeso de la Orden de los Frailes Menores Capuchinos, fue en verdad un hombre nuevo, decidido a alcanzar una perfección cada vez más alta, con humildad, obediencia y austeridad. En el convento ejerció casi siempre el oficio de cocinero o ayudante de cocina. Además, atendía a los enfermos y realizaba una gran cantidad de trabajos complementarios, con el deseo de ser útil a todos, a los hermanos sobrecargados de trabajo y a los sacerdotes, a los que lavaba la ropa y prestaba otros servicios. Dormía en el suelo, no más de tres horas diarias, y multiplicaba sus ayunos. Sin tener la pretensión de dar lecciones, fray Bernardo, que "decía ser el asno de la religión y de los hermanos".

Con frecuencia, sus hermanos capuchinos le escuchaban decir: "Procuremos salvarnos y amar a Dios, porque para eso hemos venido a la religión". A fray Pacífico de Marsala, fray Bernardo le recordaba: "Hagamos penitencia si queremos salvarnos". Y es que Fray Bernardo siempre les exhortaba a amar a Dios y a hacer penitencia por los pecados.

En las relaciones fraternas, nunca se le vio "airado con alguien, lamentarse o murmurar del prójimo", ni nunca habló mal de nadie, al contrario, "no conocía nunca defecto alguno en los demás".

Fray Bernardo  alcanzó las alturas de la contemplación. Su oración asidua, su caridad ferviente, su filial devoción a la Virgen Inmaculada y su acendrada devoción a la Eucaristía -la que recibía diariamente-, fueron el secreto de su santidad. Con todo, aun consumiendo la mayor parte del tiempo en la oración, no estaba contento, y así muchas veces pasaba las noches enteras en la iglesia sin dormir, para meditar las cosas de arriba y los misterios que enseña nuestra santa fe.

Fray Bernardo ponía así en práctica el deseo de las Constituciones de Albacina, de los primeros capuchinos: "Mas los hermanos devotos y fervorosos no se contenten con una, ni con dos o tres horas, más bien empleen todo el tiempo en orar, meditar y contemplar".

Fray Bernardo se preocupó por conformarse a Cristo crucificado. Tomó en serio el Evangelio y trató siempre de vivirlo con todas sus consecuencias. En una ocasión  fue sorprendido rezando, "con los brazos abiertos y el rostro en tierra ante el altar mayor", por la ciudad de Palermo, sobre la que pendía un pesado castigo. Era conocido que el capuchino "lloraba los pecados de la ciudad", como también "oraba y lloraba" por Corleone y sus habitantes: "Rogaba a Dios que los perdonase".

Dos meses antes de morir, fray Bernardo le comunicaba a su amigo fray Antonino de Partana: "Esta mañana he comulgado y cada día me parecen cien años para ir a gozar con Dios". Cada vez exclamaba con más frecuencia: "Paraíso, paraíso, pronto nos veremos en el paraíso", y lo decía con "extraordinaria alegría".

Sólo tenía un temor y no lo escondía: "En la muerte no me asusto de nada más que del padre san Francisco"; pero después se consolaba: "Quien teme y espera en Dios, teniendo una conciencia buena, no teme a nadie". Fray Bernardo murió el 12 de enero de 1667 en Palermo. Tenía 62 años de edad y 35 de capuchino. Una multitud de gente, "tanto nobles, como plebeyos y eclesiásticos", corrió a ver por última vez al hermano bueno, y el llanto por la desaparición del capuchino fue general.

La Iglesia reconoció la autenticidad de la vida cristiana y religiosa de Fray Bernardo de Corleone cuando el papa Clemente XIII lo declaró "Beato" el 15 de mayo de 1768. Juan Pablo II lo canonizó el 10 de junio del 2001, en la Solemnidad de la Santísima Trinidad.

Oh Dios, que nos has dejado un vivo ejemplo
de las virtudes de la vida Capuchina en San Bernardo,
te pedimos la gracia de imitar su espíritu de penitencia,
y su alegre servicio a nuestros hermanos.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,
que contigo vive y reina, en la unidad del Espíritu Santo
y es Dios, por los siglos de los siglos.
Amén.

No hay comentarios:

Publicar un comentario